¡Esperadme! by Deborah Mitford

¡Esperadme! by Deborah Mitford

autor:Deborah Mitford [Mitford, Deborah]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Biografía
editor: ePubLibre
publicado: 2010-09-01T00:00:00+00:00


* * *

Careysville, a unos veinticinco kilómetros río arriba desde Lismore, tenía de la mejor pesca de salmón de Irlanda. Mi suegro lo alquiló durante la década de 1930 y cuando se puso a la venta, poco después de que terminara la guerra, lo compró. Andrew llevaba a sus amigos a pescar allí durante las dos primeras semanas de febrero. Pasaban el día en el río y por lo general se quedaban en Lismore, pero a veces también en Careysville House, en la que en tiempos de mi suegro hacía tanto frío que era algo normal coger la alfombra del suelo y ponerla sobre el fino edredón. La tierra era buena y en el jardín las campanillas de invierno crecían tan grandes y altas que los sabuesos las tomaban por zorros.

Una cabaña verde y blanca, más un pabellón de críquet que un recinto de pesca, se alzaba en el terreno llano adyacente a la ribera del río, y allí era donde almorzábamos. Bellas doncellas irlandesas, cuyo trabajo era hacer únicamente eso, bajaban la comida en cestas por los empinados escalones. La comida siempre era exactamente la misma: fiambre, ensalada, patatas asadas calientes, un nutritivo pudin de Navidad y queso (por lo general del aplastado, en papel de plata). Si hubiese habido alguna alteración en este menú, habría estallado una revolución entre los invitados de Andrew. Yo nunca me aficioné a la pesca —⁠un tremendo desperdicio, cuando podía haber tenido la mejor⁠—, pero siempre había una cola de aficionados para disponer del limitado número de cañas, así que mejor.

Careysville tenía su propia cantera de personas inolvidables. John O’Brien, el jefe de guías de pesca, era amigo de Andrew y uno de los motivos por los que a este le gustaba tanto el lugar. Los dos hombres hablaban todo el día de muchos más temas que la pesca y los escasos momentos de silencio no resultaban incómodos. El deporte propicia una amistad única y a Andrew le afectó profundamente la muerte de O’Brien en 1964. Estaba cruzando el río con otros dos guías cuando la barca en la que iban volcó en aguas turbulentas y los tres, que no sabían nadar, se ahogaron. Andrew no volvió a sentir lo mismo por Careysville.

Billy Flynn era otro guía al que todos recordaban. Su encanto, su sentido del humor y sus anécdotas de pesca eran la Irlanda más cautivadora. Con su experiencia de toda una vida, casi no necesitaba una balanza para saber lo que pesaba un pez y Billy convirtió uno de 13,40 kilos en uno de 13,60 kilos introduciéndole pudin de Navidad en la boca. Un día los niños y yo habíamos estado hablando de fantasmas y yo le pregunté a Billy si alguna vez había visto uno. Tras pararse a pensar un momento, me contestó con un ingenioso juego de palabras. Fui a visitarlo al hospital, donde agonizaba de un cáncer de cara que lo desfiguraba terriblemente; resultaba espantoso verle la mejilla y la mandíbula, sumamente hinchadas, y él solo podía hablar en susurros.



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